viernes, 14 de mayo de 2010

Dora era una niña como cualquier otra. Tenía piernas firmes, manos suaves y un corazón de dulce. Su cabello era una maraña de cuentos e historias imposibles de desenredar. Parecía nacida de la tierra. Tenía un olor a valle pegado en la piel, pero una promesa de mar en los ojos, algo así como un futuro presagio; como si los dioses del Olimpo hubieran conspirado y juntos dibujaran su destino, una truculenta fantasía que solo podía cocinarse en sus cabecitas griegas.
Dicen que cuando nació, el mismo San Judas Tadeo se despegó de la fotografía a la que había estado confinado los últimos 3 años, con la única intención de asegurarse que el alumbramiento de esa chiquilla ocurriera sin aspavientos.
–Puja hija, puja, le decía San Judas a Flora, madre de Dora, quien le respondía con una mirada furiosa de bestia enjaulada, aunque comprendía que aquel hombre de túnica verde y mirada imposible poco sabía sobre labores de parto. La preocupación empezó a brotar de la frente del santo al ver que lo primero que emergió del vientre de la mujer fué un par de pies enredados. Alzó la mirada y comenzó a musitar palabras absurdas, la voz le cambió, parecía habérsele convertido en puro aire, el cabello se le volvió crespo y comenzó a esponjarse mientras Flora empuñaba las sábanas, tratando de arrancarles el bordado. Los dientes de la mujer se asomaron, numerosas ventanas blancas que después se abrieron para liberar un grito gutural, un aullido de gata dolorosa, un rugido de madre. Las venas se le hincharon en el cuello, como un tatuaje de energía a punto de estallar.
-Puja hija, puja, insistía neciamente el santo.
-¡Estoy pujando! chilló Flora. De pronto ahí estaba Dora, un pedazo de vida salpicado de sangre y envuelto en una membrana blancuzca, con un espiral de cabello oscuro adornando su cabeza. San Judas la tomó en sus brazos, le limpió la frente y la persignó.
-Te llamarás Ángela, susurró el santo.
-No San Juditas, Ángela no, dijo Flora con la voz dulcificada, estirando los brazos para tomar a la niña.
-Dora, se llamará Dora, que significa ‘don de Dios’, decidió la extenuada mujer mientras acariciaba al pequeño crío quien vino a suavizarle la expresión, colorearle las mejillas y darle sentido a los caminos de su vida. El santo comprendió que era momento de partir, besó la frente de Flora y se despidió.
-Gracias San Juditas, le dijo Flora mientras besaba su mano.
Allá iba San Judas de vuelta a la foto, tratando de acomodarse los cabellos. Alzó su mano derecha para bendecir a Dora pero antes de terminar su gesto el papel se lo tragó, congelándolo en una ofrenda eterna.
Desde entonces, todas las vecinas se reúnen en la habitación de Flora a prender inciensos, veladoras y rezar el rosario para ese santo que encontraron despelucado y con la mano derecha alzada, clamándolo así como un milagro divino.
-Que él fue quien me ayudó en el parto, refunfuñaba Flora, viejas locas.
-¡Cállate Flora! El dolor te hizo alucinar, diste a luz sola, respondía Carmela, la más incrédula de las crédulas.
-Diste a luz tú sola, diste a luz tú sola, masticaba flora las palabras, yo sé lo que ví y el santo me ayudó a parir a mi niña, ¿Verdad que sí mamita? ¿Verdad que sí?, tomaba la pequeña mano de Dora, oscura y dócil como el barro, sentía sus huesos frágiles, la piel suave, la sangre caliente que corría por dentro.
Fue la más grande de dieciocho hermanos, trece de ellos nacidos del vientre de Flora, incluyendo a dos pequeños gemelos que nunca alcanzaron el primer año de edad.
Al nacer eran un par de bolitas trespeleques, mejillas rosadas y cuerpos rollizos, pero de mirada líquida, como si vinieran cargando un cansancio acumulado en el corazón por cientos de años. Cuando la madre se los acomodaba al pecho para amamantarlos, había que abrirles los labios a la fuerza y siempre terminaban escupiendo el líquido amargo y espeso, dejándole el pezón rojo y remojado de leche. Un día, perdido entre las fechas de su calendario, ese par de diminutos hombrecillos abandonó este mundo con la determinación de no volver. Se acurrucó el uno con el otro en una complicidad implacable que les duró hasta el último minuto y se fueron dejando morir, convirtiéndose en polvo cósmico, dejando atrás las nimiedades que aquejaban a una humanidad a la que, a pesar de haberle dedicado tres vidas, jamás lograron entender.
Dora era apenas una chiquilla y sus pocos años no alcanzaban a explicarle los motivos que tiene un alma cansada para soltar las amarras que le mantienen atada a una realidad tan agresiva, así que bastó cuando Flora se le plantó por delante con el semblante desencajado y los ojos hinchados de dolor para anunciarle que los gemelos habían partido al cielo.
-¿Podemos ir con ellos?, preguntó Dora con timidez.
-No seas tonta chiquilla, respondió la mujer enjuagándose las lágrimas, anda, ayúdame a amasar que más tarde debemos ir con tu tía Cecilia.
-No me gusta ir a esa casa, gimió la pequeña.
-Pues te guste o no, iremos, tu tía ha sido muy buena con nosotros.
-Ha sido buena contigo, masculló Dora.
-¿Qué dijiste?
-Que sí, como un buen amigo.
La tía Cecilia era una mujer corpulenta de rasgos duros, casi masculinos, y carácter hosco. Vivía holgadamente, a diferencia de Flora quien tenía que sortearse la vida entre los mil y un oficios que su sentido común le aconsejaba para alimentar a sus hijos y los mendigos que pasaban por su casa pidiendo caridad, eso sí, conservando su porte de doncella medieval intacto porque tampoco se trataba de criar una horda de bárbaros. La piel de Dora se erizaba al ver esa casona cada vez más y más cerca. Podía sentir sus pulmones sofocarse con el olor a muebles viejos y pesados, la voz áspera de la tía Cecilia maldiciéndola desde el otro lado del Limbo.
-Tú solo servirás para engendrar sirvientas, le dijo a Flora cuando ésta le anunció la llegada de la pequeña.
-Mis hijas no serán ningunas sirvientas Cecilia, y aún si lo fueran, nada de malo hay en servir al prójimo si se hace con gracia y dignidad, lamento que no lo pienses así, dijo Flora mientras convertía a Dora en un envoltorio inexplicable de sábanas y se la acomodaba en el regazo ante la indiferencia de la tía Cecilia quien, acomodada en su sillón francés, bebía té en una tacita de porcelana con dibujos de flores ridículas, mirando de reojo y con desprecio a Flora ataviada en su nueva condición de madre, las caderas anchas, los senos generosos, la piel húmeda, brillante y blanca, como la tacita de porcelana en la que Cecilia bebía té. Comparando a las hermanas se podía resolver que la más hermosa de las dos, sin lugar a dudas, era Flora. Parecía una cortesana dibujada a mano salida de alguno de los bocetos de Schiele pero sin tanta perversión, porque sus ojos conservaron por décadas el aire infantil de esa chiquilla transparente como los espíritus, que gustaba de cocinar pasteles de lodo y ponerse encima las joyas más suculentas que su padre fabricaba especialmente para ella, utilizando arcilla y aceite de almendras. Tanto usó la chiquilla esos adornos disparatados que, al final de su vida, conservaba intacto el aroma que su padre le regaló en la niñez.
Por aquellos años ya se escuchaba mencionar el nombre de un tal Pancho Villa, que se paseaba por la vida sembrando una sonajera de balazos y dejando preñada a la mujer más infértil. No resultó ser sorpresa para Flora cuando una fiebre abrasiva corroía los huesos de su marido, convenciéndolo así de que la única manera de salvarle el pellejo a un país que estaba ahogándose en una pila de mierda, de la cuál no ha podido librarse aún, era iniciando una revolución. Fue entonces cuando Manuel, con todo y sus veinticinco años a cuestas, llenos de esperanzas y anhelos sofocados por la pobreza, irrumpió en su casa y se llevó consigo toda suerte de palas, machetes, cuchillos y cacerolas para seguir a Pancho Villa a los umbrales de la muerte misma.
-Ay Manuel, serénate por favor, aplaca tus rabietas inútiles y ayúdame a limpiarle el trasero a tu hija.
-Entiende mujer, tengo que marchar con el general, ésta puede ser nuestra oportunidad, respondía aquel hombre ingenuo con los ojos llenos de bondad.
-¿Oportunidad para qué? ¿Para que dejes a una mujer viuda y a tu primogénita huérfana? ¿Sabes lo que hacen los soldados con las familias de esos revoltosos?
-Sólo son chismes mujer, nada va a pasarles. Ya hablé con Gustavo y él estará pendiente de ustedes, contestó Manuel mientras se montaba un puñado de armas y chatarras oxidadas a la espalda y salía de su casa.
En los siguientes días Gustavo, tal como lo había prometido, pasaba el tiempo cuidando de Dora y su madre, abasteciéndolas de provisiones y buen humor, Dora siempre recordaría a ese tío bonachón y de bigotes chuecos que era capaz de colgarse de un pie con tal de hacerla reír. Era un hombre sin mucho chiste, se traía treinta y dos años dibujados en la piel, frente amplia y manos fuertes, en realidad no era nada atractivo, era más bien feo pero poseía la belleza que otorga la bondad. Creció con Manuel y, a pesar de que ningún parentesco los unía, cuidaba de aquel mocoso enano, flacucho y rabioso que constantemente lo metía en apuros cuando se enfrentaba a muchachos que, por lo general, lo superaban por mucho en tamaño. Sabina, madre de Manuel, muchas veces tuvo que suturarle las heridas al pobre joven, utilizando toda posible combinación de nudos y vendajes para detenerle el sangrado y tés de yerbas curativas, que en más de una ocasión le culminaron en una diarrea estrepitosa que podía escucharse por todo el pueblo.
-Ay Manuel, tú nada más metiendo gente en problemas, reclamaba la pobre Sabina pero el muchacho nunca entendió.
Creció para convertirse en un hombre recio y fuerte, hecho a mano para el trabajo, capaz de soportar cualquier circunstancia, excepto la muerte de Sabina porque, tan pronto el muchacho lo supo, la fe se le diluyó y se transformó en un espantapájaros de piel morena que se extraviaba en las veredas de sus propios desvaríos, pero eso fue mucho después de que el general Villa lo aceptara en sus filas.

jueves, 5 de noviembre de 2009

- Ven acá y te contaré un cuento.
- ¿Qué clase de cuento?
- Uno que después tú me contarás.

Y cerré los ojos.

*Capítulo XXI

Entonces apareció el zorro:

-¡Buenos días! -dijo el zorro.
-¡Buenos días! -respondió cortésmente el principito que se volvió pero no vio nada.
-Estoy aquí, bajo el manzano -dijo la voz.
-¿Quién eres tú? -preguntó el principito-. ¡Qué bonito eres!
-Soy un zorro -dijo el zorro.
-Ven a jugar conmigo -le propuso el principito-, ¡estoy tan triste!
-No puedo jugar contigo -dijo el zorro-, no estoy domesticado.
-¡Ah, perdón! -dijo el principito.

Pero después de una breve reflexión, añadió:

-¿Qué significa "domesticar"?
-Tú no eres de aquí -dijo el zorro- ¿qué buscas?
-Busco a los hombres -le respondió el principito-. ¿Qué significa "domesticar"?
-Los hombres -dijo el zorro- tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían gallinas. Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?
-No -dijo el principito-. Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"? -volvió a preguntar el principito.
-Es una cosa ya olvidada -dijo el zorro-, significa "crear vínculos... "
-¿Crear vínculos?
-Efectivamente, verás -dijo el zorro-. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
-Comienzo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado...
-Es posible -concedió el zorro-, en la Tierra se ven todo tipo de cosas.
-¡Oh, no es en la Tierra! -exclamó el principito.

El zorro pareció intrigado:

-¿En otro planeta?
-Sí.
-¿Hay cazadores en ese planeta?
-No.
-¡Qué interesante! ¿Y gallinas?
-No.
-Nada es perfecto -suspiró el zorro.

Y después volviendo a su idea:

-Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.

El zorro se calló y miró un buen rato al principito:

-Por favor... domestícame -le dijo.
-Bien quisiera -le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas cosas.
-Sólo se conocen bien las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!
-¿Qué debo hacer? -preguntó el principito.
-Debes tener mucha paciencia -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca...

El principito volvió al día siguiente.

-Hubiera sido mejor -dijo el zorro- que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.
-¿Qué es un rito? -inquirió el principito.
-Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.

De esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida:

-¡Ah! -dijo el zorro-, lloraré.
-Tuya es la culpa -le dijo el principito-, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique...
-Ciertamente -dijo el zorro.
- Y vas a llorar!, -dijo él principito.
-¡Seguro!
-No ganas nada.
-Gano -dijo el zoro- he ganado a causa del color del trigo.

Y luego añadió:

-Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto.

El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:

-No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

martes, 18 de agosto de 2009

Y cuando abrí la cortina, había una batalla afuera.

Me desperté por culpa de un hedor, quien insistentemente quería recorrer hacia adentro por mis fosas nasales.
Le declaré la guerra tan pronto abrí los ojos.
Después me acordé.
Permanecí algunos segundos boca arriba, o quizá fueron minutos.
Estiré la mano y tomé un cigarro, mi estómago me hacía mil promesas de molestias vespertinas; no me importó.
Sorbí un poco y escupí el humo.
Sorbí un poco más.
Miré cómo se enrojecía el papel.
Entre la nube gris que ahora cubría una pequeña parte de espacio sobre mi, creí haberte visto.
Se dibujaron tus ojos que prometían, las mejillas lisas, tu nariz picudita, tus labios rosas; rosas y sin textura alguna, y ese músculo ovalado con el que, algunas noches atrás, hacías cosquillas en mi paladar.
La boca se te abría, articulando palabras que no podía escuchar, intentaba nada más adivinarte los labios.
Un líquido verdoso salía de tu garganta, y resbalaba por mi lengua.
Bajaba por mi faringe, usando la saliva para lubricar su recorrido.
Se me adormecieron los adentros.
El estómago detuvo su labor, y los alimentos que esperaban por ser digeridos tuvieron que hacerse a un lado y conversar entre sí.
Yo me llenaba poco a poco del veneno con que me anestesiabas.
Se me inflaron el pecho y las esperanzas.

*El engaño tiene siempre dos extremos:

1. Madurez
2. Alevosía

Sabiéndote en el número dos, solamente puedo desearte suerte en el largo recorrido que amerita encontrarse en el uno… tu nueva oportunidad tiene nombre propio.

domingo, 16 de agosto de 2009

Finalmente es mi espacio y no lo cederé

Es un " do " que se repite sólo una vez, " si " " la ".
Todo en negritas, que hablan por corto espacio de segundos, para después regresar, medio contentas, medio aplacadas; quizá suban a " fa ", quizá se queden calladas.

Es un cansancio que se mezcla con el sabor de la noche.
Todo negrito, y el silencio no platica esta vez.
Se escucha a lo lejos la respiración de los coches, el palpitar de las horas.
La palma de mi mano derecha cuestiona a mi mejilla y a mis labios.
Quizá le responda más tarde, quizá me lo guarde por siempre.

Qué ganas de quedarme sin ganas.

Si hago un arpegio en la guitarra y me recuesto sobre ella puedo sentirlo todo, las vibraciones de su aire, los suspiros contenidos, las historias que no terminamos de contar, y que por pura necesidad vamos a dejar pendientes.
Voy a caminar mucho y a respirar más, a limpiar el playlist de mi itunes, hay canciones repetidas y sonidos que vengo cargando de algún tiempo atrás.
Las olas son el vientre materno al que pretendo regresar, te buscaré allá.
Quizá esta vez sí te logre encontrar, y por fin quieras venir acá.
Entonces todos sabrán que el gris se terminó, y comprenderás también que he aprendido a cocinar.
Con todo y que te quedaste en el limbo, seguro te gustará.

jueves, 13 de agosto de 2009

Jueves

Un día más que me despierto dándole la vuelta a alguna hojita del calendario.

- Casi lo olvidaba - Dije. Y me volví a dejar caer sobre la cama, con la mirada medio presente y medio extraviada contaba los borditos del concreto en el techo.

Hace mucho que no voy a casa.
Algo me dice que, contando el día de hoy, son exactamente ocho años.
Y me vuelvo a platicar todo con lujo de detalles, con un afán medio estúpido, tratando de recordar claramente hasta el grado de la ridiculez.

El primer día de escuela, mientras sentado desde una banquita de metal recién pintada de verde, te miraba al otro lado de la reja, con esos ojos melancólicos, que a veces creo que te heredé, como si verme ahí sentado, esperando impaciente que se abriera la puerta del salón, te pareciera el más grande de tus triunfos. El resto de mis compañeros se aferraba con desesperación a los barrotes de aquella reja, suplicando a sus padres que no los dejaran ahí. Tú parecías sentirte orgulloso de que yo no gritara ó hiciera escándalos, aunque creo que de alguna forma esperabas también que corriera a pedirte que te quedaras ó me llevaras contigo, pero no lo hice.
Después, el rugido de tu moto anunciaba tu partida.
Un hueco de ansias oscuras se abrió en mis adentros.
Trataba de amarrar las lágrimas a mis pupilas, y con ambas manos me aferraba a mi lonchera.
Me había quedado solo, escuchando el llanto de decenas de niños que no conocía.
Corrí a la reja y grité tu nombre hasta el cansancio, pero no regresaste.
Fuí creciendo, y tú y mamá crecieron conmigo.

Algo similar me ocurrió en tu funeral.
Funeral. Qué funesta palabra.
Funeral. Funeral. Funeral.
Hacía un frío otoñal, y yo recién había recibido la noticia.
Bajaba de un carro, no recuerdo de quién.
Ni recuerdo si Paty venía conmigo. Lo más seguro es que sí.
Miré mis pies y me dí cuenta que no había amarrado mis agujetas.
Entré en la capilla velatoria.
La primera persona que ví fué a mí mamá, con el rostro desencajado frente a la caja que te contenía.
Me senté ahí, recargué mi cabeza en su hombro, pero seguro ni cuenta se dió.
Una vez más, sentado en una banquita, escuché llorar a gente que no conocía.
Ningún ruido anunció que te ibas.
Quize ponerme de pie, sacarte de ahí y correr a no sé dónde, pero tampoco lo hice.

Destapaste mi habilidad para curarme las heridas con letras, y con tu partida la volviste a tapar.
Te siento tan incierto, que a veces pienso que eres uno más de esos cuentos que me invento en las noches de no poder dormir.
Intento inutilmente recordar tu tono de voz y no lo encuentro.
Hoy no quiero levantarme.
Hoy no quiero estudiar, ó tocar la guitarra, ó comer, ó saber, ó leer, ó escuchar, ó recordar.
Quiero sentirme en casa, pensar que vuelves, que esa resolución divina me llega, y puedo por fin entender todo de golpe, y curarme el alma.
Escuchar tus silbiditos tempraneros.
Que me cuentes de la señora de la enciclopedia, ó el señor del ropero, ó de tus travesuras cuando niño, ó de la comida de tu abuela, platícame un poquito más.
Sé bien en donde estás pero .. en dónde estás?

martes, 4 de agosto de 2009

Cerré los ojos y todo se oscureció,
tu piel, mis ganas, tu indiferencia, mi soberbia.
Los débiles recuerdos, se aferraban con uñas y dientes a mi espalda.
Fueron las palabras, siempre las palabras; que nos salpicaban de una melancolía inexplicable, que no podía hablarse con lengua y saliva, que escurría por mi rostro y caía en el papel.

Me gusta lo que dices, como lo dices y cuando lo dices.
O decías.
Las vibraciones que producían tus labios, no me dejan dormir.
Reniego un poco de lo que me acuerdo, me doy la vuelta y termino sobre mi costado derecho.

Cierro los ojos y pretendo un rato.
No espero tu llamada, no imagino tus caricias.
No escucho tus respiros.
No siento tu distancia.

viernes, 31 de julio de 2009

Hoy, mientras comía escuchaba una canción que dice así:

Como los pájaros perdidos, que vuelan ciegos sobre el mar
a confundirse con un cielo, que nunca más podré recuperar.
Vuelven de nuevo los recuerdos, las horas jóvenes que dí
y desde el mar llega un fantasma, hecho de cosas que amé y perdí.

Y un poema de Pedro Salinas golpeteaba insistente mi cabeza, eran pedazos de explicaciones que iban cayendo junto con la melodía, así que bueno, decidí leerlo de nuevo y les dejo un poco de quien, a mi parecer, fué uno de los escritores más intensos de nuestro idioma.
Es bien bonito compartirlo con quien uno quiere, así que si se animan recomiendo:

Váyanse a la playa, armense un buen menú pa' cenar rico, cárguense un buen vino y repelente para mosquitos, y por ahí de la media noche, cuando la voz del mar se vuelve como un silbidito, léale uste' a aquel (ó aquella, según sea el caso) este intenso pedazo de cariño.. a decir verdad nunca lo he hecho, pero el panorama suena rico, ¿a poco no?.


¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y solo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo;
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.