viernes, 14 de mayo de 2010

Dora era una niña como cualquier otra. Tenía piernas firmes, manos suaves y un corazón de dulce. Su cabello era una maraña de cuentos e historias imposibles de desenredar. Parecía nacida de la tierra. Tenía un olor a valle pegado en la piel, pero una promesa de mar en los ojos, algo así como un futuro presagio; como si los dioses del Olimpo hubieran conspirado y juntos dibujaran su destino, una truculenta fantasía que solo podía cocinarse en sus cabecitas griegas.
Dicen que cuando nació, el mismo San Judas Tadeo se despegó de la fotografía a la que había estado confinado los últimos 3 años, con la única intención de asegurarse que el alumbramiento de esa chiquilla ocurriera sin aspavientos.
–Puja hija, puja, le decía San Judas a Flora, madre de Dora, quien le respondía con una mirada furiosa de bestia enjaulada, aunque comprendía que aquel hombre de túnica verde y mirada imposible poco sabía sobre labores de parto. La preocupación empezó a brotar de la frente del santo al ver que lo primero que emergió del vientre de la mujer fué un par de pies enredados. Alzó la mirada y comenzó a musitar palabras absurdas, la voz le cambió, parecía habérsele convertido en puro aire, el cabello se le volvió crespo y comenzó a esponjarse mientras Flora empuñaba las sábanas, tratando de arrancarles el bordado. Los dientes de la mujer se asomaron, numerosas ventanas blancas que después se abrieron para liberar un grito gutural, un aullido de gata dolorosa, un rugido de madre. Las venas se le hincharon en el cuello, como un tatuaje de energía a punto de estallar.
-Puja hija, puja, insistía neciamente el santo.
-¡Estoy pujando! chilló Flora. De pronto ahí estaba Dora, un pedazo de vida salpicado de sangre y envuelto en una membrana blancuzca, con un espiral de cabello oscuro adornando su cabeza. San Judas la tomó en sus brazos, le limpió la frente y la persignó.
-Te llamarás Ángela, susurró el santo.
-No San Juditas, Ángela no, dijo Flora con la voz dulcificada, estirando los brazos para tomar a la niña.
-Dora, se llamará Dora, que significa ‘don de Dios’, decidió la extenuada mujer mientras acariciaba al pequeño crío quien vino a suavizarle la expresión, colorearle las mejillas y darle sentido a los caminos de su vida. El santo comprendió que era momento de partir, besó la frente de Flora y se despidió.
-Gracias San Juditas, le dijo Flora mientras besaba su mano.
Allá iba San Judas de vuelta a la foto, tratando de acomodarse los cabellos. Alzó su mano derecha para bendecir a Dora pero antes de terminar su gesto el papel se lo tragó, congelándolo en una ofrenda eterna.
Desde entonces, todas las vecinas se reúnen en la habitación de Flora a prender inciensos, veladoras y rezar el rosario para ese santo que encontraron despelucado y con la mano derecha alzada, clamándolo así como un milagro divino.
-Que él fue quien me ayudó en el parto, refunfuñaba Flora, viejas locas.
-¡Cállate Flora! El dolor te hizo alucinar, diste a luz sola, respondía Carmela, la más incrédula de las crédulas.
-Diste a luz tú sola, diste a luz tú sola, masticaba flora las palabras, yo sé lo que ví y el santo me ayudó a parir a mi niña, ¿Verdad que sí mamita? ¿Verdad que sí?, tomaba la pequeña mano de Dora, oscura y dócil como el barro, sentía sus huesos frágiles, la piel suave, la sangre caliente que corría por dentro.
Fue la más grande de dieciocho hermanos, trece de ellos nacidos del vientre de Flora, incluyendo a dos pequeños gemelos que nunca alcanzaron el primer año de edad.
Al nacer eran un par de bolitas trespeleques, mejillas rosadas y cuerpos rollizos, pero de mirada líquida, como si vinieran cargando un cansancio acumulado en el corazón por cientos de años. Cuando la madre se los acomodaba al pecho para amamantarlos, había que abrirles los labios a la fuerza y siempre terminaban escupiendo el líquido amargo y espeso, dejándole el pezón rojo y remojado de leche. Un día, perdido entre las fechas de su calendario, ese par de diminutos hombrecillos abandonó este mundo con la determinación de no volver. Se acurrucó el uno con el otro en una complicidad implacable que les duró hasta el último minuto y se fueron dejando morir, convirtiéndose en polvo cósmico, dejando atrás las nimiedades que aquejaban a una humanidad a la que, a pesar de haberle dedicado tres vidas, jamás lograron entender.
Dora era apenas una chiquilla y sus pocos años no alcanzaban a explicarle los motivos que tiene un alma cansada para soltar las amarras que le mantienen atada a una realidad tan agresiva, así que bastó cuando Flora se le plantó por delante con el semblante desencajado y los ojos hinchados de dolor para anunciarle que los gemelos habían partido al cielo.
-¿Podemos ir con ellos?, preguntó Dora con timidez.
-No seas tonta chiquilla, respondió la mujer enjuagándose las lágrimas, anda, ayúdame a amasar que más tarde debemos ir con tu tía Cecilia.
-No me gusta ir a esa casa, gimió la pequeña.
-Pues te guste o no, iremos, tu tía ha sido muy buena con nosotros.
-Ha sido buena contigo, masculló Dora.
-¿Qué dijiste?
-Que sí, como un buen amigo.
La tía Cecilia era una mujer corpulenta de rasgos duros, casi masculinos, y carácter hosco. Vivía holgadamente, a diferencia de Flora quien tenía que sortearse la vida entre los mil y un oficios que su sentido común le aconsejaba para alimentar a sus hijos y los mendigos que pasaban por su casa pidiendo caridad, eso sí, conservando su porte de doncella medieval intacto porque tampoco se trataba de criar una horda de bárbaros. La piel de Dora se erizaba al ver esa casona cada vez más y más cerca. Podía sentir sus pulmones sofocarse con el olor a muebles viejos y pesados, la voz áspera de la tía Cecilia maldiciéndola desde el otro lado del Limbo.
-Tú solo servirás para engendrar sirvientas, le dijo a Flora cuando ésta le anunció la llegada de la pequeña.
-Mis hijas no serán ningunas sirvientas Cecilia, y aún si lo fueran, nada de malo hay en servir al prójimo si se hace con gracia y dignidad, lamento que no lo pienses así, dijo Flora mientras convertía a Dora en un envoltorio inexplicable de sábanas y se la acomodaba en el regazo ante la indiferencia de la tía Cecilia quien, acomodada en su sillón francés, bebía té en una tacita de porcelana con dibujos de flores ridículas, mirando de reojo y con desprecio a Flora ataviada en su nueva condición de madre, las caderas anchas, los senos generosos, la piel húmeda, brillante y blanca, como la tacita de porcelana en la que Cecilia bebía té. Comparando a las hermanas se podía resolver que la más hermosa de las dos, sin lugar a dudas, era Flora. Parecía una cortesana dibujada a mano salida de alguno de los bocetos de Schiele pero sin tanta perversión, porque sus ojos conservaron por décadas el aire infantil de esa chiquilla transparente como los espíritus, que gustaba de cocinar pasteles de lodo y ponerse encima las joyas más suculentas que su padre fabricaba especialmente para ella, utilizando arcilla y aceite de almendras. Tanto usó la chiquilla esos adornos disparatados que, al final de su vida, conservaba intacto el aroma que su padre le regaló en la niñez.
Por aquellos años ya se escuchaba mencionar el nombre de un tal Pancho Villa, que se paseaba por la vida sembrando una sonajera de balazos y dejando preñada a la mujer más infértil. No resultó ser sorpresa para Flora cuando una fiebre abrasiva corroía los huesos de su marido, convenciéndolo así de que la única manera de salvarle el pellejo a un país que estaba ahogándose en una pila de mierda, de la cuál no ha podido librarse aún, era iniciando una revolución. Fue entonces cuando Manuel, con todo y sus veinticinco años a cuestas, llenos de esperanzas y anhelos sofocados por la pobreza, irrumpió en su casa y se llevó consigo toda suerte de palas, machetes, cuchillos y cacerolas para seguir a Pancho Villa a los umbrales de la muerte misma.
-Ay Manuel, serénate por favor, aplaca tus rabietas inútiles y ayúdame a limpiarle el trasero a tu hija.
-Entiende mujer, tengo que marchar con el general, ésta puede ser nuestra oportunidad, respondía aquel hombre ingenuo con los ojos llenos de bondad.
-¿Oportunidad para qué? ¿Para que dejes a una mujer viuda y a tu primogénita huérfana? ¿Sabes lo que hacen los soldados con las familias de esos revoltosos?
-Sólo son chismes mujer, nada va a pasarles. Ya hablé con Gustavo y él estará pendiente de ustedes, contestó Manuel mientras se montaba un puñado de armas y chatarras oxidadas a la espalda y salía de su casa.
En los siguientes días Gustavo, tal como lo había prometido, pasaba el tiempo cuidando de Dora y su madre, abasteciéndolas de provisiones y buen humor, Dora siempre recordaría a ese tío bonachón y de bigotes chuecos que era capaz de colgarse de un pie con tal de hacerla reír. Era un hombre sin mucho chiste, se traía treinta y dos años dibujados en la piel, frente amplia y manos fuertes, en realidad no era nada atractivo, era más bien feo pero poseía la belleza que otorga la bondad. Creció con Manuel y, a pesar de que ningún parentesco los unía, cuidaba de aquel mocoso enano, flacucho y rabioso que constantemente lo metía en apuros cuando se enfrentaba a muchachos que, por lo general, lo superaban por mucho en tamaño. Sabina, madre de Manuel, muchas veces tuvo que suturarle las heridas al pobre joven, utilizando toda posible combinación de nudos y vendajes para detenerle el sangrado y tés de yerbas curativas, que en más de una ocasión le culminaron en una diarrea estrepitosa que podía escucharse por todo el pueblo.
-Ay Manuel, tú nada más metiendo gente en problemas, reclamaba la pobre Sabina pero el muchacho nunca entendió.
Creció para convertirse en un hombre recio y fuerte, hecho a mano para el trabajo, capaz de soportar cualquier circunstancia, excepto la muerte de Sabina porque, tan pronto el muchacho lo supo, la fe se le diluyó y se transformó en un espantapájaros de piel morena que se extraviaba en las veredas de sus propios desvaríos, pero eso fue mucho después de que el general Villa lo aceptara en sus filas.