viernes, 19 de diciembre de 2008

Pascuala.

Eran las 5:30 am y los gallos no dejaban de cacarear en el corral de atrás de su casa. El frío que abrazaba tranquilo el techo de adobe, se hacía presente en esa humilde morada. Ella abre los ojos como quien no, queriendo disimular con un bostezo que no ha pasado la noche en vela. Toma del ropero el vestido desgastado que su madre le ha heredado en vida.
– Tenía un hermoso color naranja, y yo era la más linda de la fiesta, fue el mismo día que tu papá me pidió ser su novia. – Le dijo entre risillas coquetas cuando se lo regaló.
En su rostro se dibuja una enorme sonrisa mientras toma el vestido del ropero. Se introduce en él con suma precaución por que las costuras son algo frágiles ahora. El cabello le llegaba a la espalda, era como una cascada de oro brillante y oscuro, lo trenza en un santiamén, para después caminar hacia la cocina y tomar un poco de leche recién ordeñada de la vaca del vecino, quien tan amablemente les ha vendido el galón por 5 pesos. Los dedos de la madre formando una cruz se pasean por su rostro. Un beso en la frente para darle efectividad a la bendición.
– Ve con Dios. – Le dijo.
Ella toma la bolsa hecha de mecatitos que anteriormente era usada para cargar las provisiones que llegaban a la casa. El camino a la parada del autobús era largo, pero la acompañaba “manchas”, un escuálido animal que más que perro parecía una rata enorme. Así con todo y las costillas al aire era su fiel guardián; a pesar de que su mirada lánguida causaba más lástima que terror, manchas estaba dispuesto a dar la vida por Pascuala, aunque se le fuera la mandíbula en ello. Las 6:20 y el fresco aire de Abril comenzaba a helar las delgadas piernas de ella. Su piel de cobre lucía pálida de tan reseca que la dejaba el viento. – ¡Manchas, deja de husmear ahí! – Ordenaba ella. El animal buscaba comprensión en su mirada y regresaba el hocico al basural. Finalmente el autobús de las 6:30 llegó puntual. Pascuala tomó su bolsita en la cual cargaba los pocos libros que su padre pudo comprar, una libreta en la que escribía sus cuentos, y dos manzanas que compartiría más tarde con algún compañero.
Durante el recorrido, Pascuala se venía sintiendo cada vez más ansiosa. Entre más cercana sabía la escuela, más vuelco el corazón le daba. Se sentía bendecida por una oportunidad así. El barrio del que ella provenía era un fraccionamiento completamente improvisado en lo alto de un cerro. Las paredes eran de cartón en la mayoría de las casas, algunas tenían cortinas por techo, y los niños en vez de jugar o repasar lecciones de matemáticas debían contribuir a solventar los gastos de la casa. Pascuala era la única entre sus amigos que sabía leer y escribir, no se desenvolvía con soltura, sin embargo, a sus 13 años no estaba dispuesta a dejarse comer por la ignorancia.
El deseo de aprender le vino desde muy pequeña. Su abuelo, un viejillo hipocondríaco y quejumbroso, constantemente adquiría toda clase de malestares, razón por la cual vivía enfermo. Pascuala pasaba horas escuchando sus dolencias, que si la cabeza, o el corazón, que ya pronto me muero y no tengo salvación. Ella no conocía del problema por el que pasaba su abuelo, y se acongojaba al ver el montón de frascos, todos del mismo tamaño y color, sin saber con precisión cuál debía darle.
Tanta era la preocupación que Pascuala sentía, que un día se soñó en la sala de la casa del abuelo escuchando el radio. La voz del viejillo se oía lejana y tormentosa.
Ay hija, ¡ahora sí me muero!- Tosía y tosía escandalosamente.
Pascuala se incorporaba apurada y corría hacia la cocina. Ya de frente a los miles de frascos que tenía el abuelo para todos y cada uno de sus malestares, Pascuala no podía decidir cuál llevarle. El anciano continuaba.
Apura hija, apura, ¡que se me sale el demonio por la boca!- Pascuala cierra los ojos, invocando a la Virgen del Calvario, haciendo círculos con su mano sobre los frascos y rezando un padrenuestro toma por fin uno de ellos y lo lleva con apuro al cuarto del abuelo.
El viejo se traga las pastillas apresurado y por un momento la calma reina en la habitación. De pronto el abuelo comienza a toser, cada vez más y más fuerte. Pascuala intranquila se acerca para ayudar al viejo pero observa que el estomago se le infla y desinfla de golpe. Pascuala comienza a gritar atemorizada. Los ojos del viejo brincan hacia afuera de sus cuencas y regresan, entonces una mano roja y de uñas largas, se abre paso por la garganta del pobre hombre y se asoma por la boca. El cuarto se inunda de un olor a azufre. Se alcanza a ver ahora una oreja puntiaguda...
Pascuala despertó aterrorizada, se vistió de prisa, corrió hacia la iglesia del pueblo y le rogó al padre que la enseñara a leer y escribir.
Aprendió pronto los conocimientos que el sacerdote compartió con ella. Había devorado un libro de cuentos infantiles que el hombre le regaló y se sentía deseosa de aprender más y más. Pascuala había adquirido fama en el barrio de saber leer, y algunos niños se acercaban pidiendo que les contase cuentos. Cuando ella ya había recitado los que conocía de memoria, comenzó a mezclar historias y agregarles un poco de las ideas que navegaban en su mente.
El autobús se detiene por fin, Pascuala baja de él y se dirige a la entrada de la escuela. Mira con desconcierto al montón de niños que aferrados a la reja gritan y berrean, suplicando a sus padres regresar por ellos y salvarlos del tormento que es quedarse ahí encerrados por cinco ininterrumpidas horas.La piel clara, el cabello cobrizo y el almidón usado para planchar los vestidos de las demás niñas terminan por intimidar a Pascuala. Decide sentarse en la banquita fuera de una habitación marcada como 1 A. Suspira hondo. Sonríe tímida a cualquiera que mira pasar. Una mujer de estatura corta, piel de algodón, barriga prominente y cabello oscuro como el suyo se acerca a ella y le toma de la mano para encaminarla al salón. La sienta en una mesita cuadrada con otras dos niñas.
- Niños, ella es Pascuala y será su compañera por este ciclo escolar. Pascuala, ellos son los muchachos y yo tu maestra Luz.Pascuala asiente con la cabeza, y mira a todos con alegría pero no se atreve a decir nada. Regresa a sentarse a la mesita. La maestra escribe algunas cosas en el pizarrón. Saca plastilina. Da indicaciones. Abre y cierra libros. Dibuja en libretas. Corta figuritas. Explica la clase, siempre dirigida a Pascuala, pues es la invitada de honor. Pocas eran las ocasiones en que los niños se acercaban a ella. Se sentían amedrentados. Las diferencias entre ellos y la chiquilla eran palpables, pues mientras ellos apenas y pegaban un brinco para lograr encender el aire en el salón, las hormonas ya comenzaban a provocar cambios en Pascuala. Su vestido color naranja pálido detenía las dalias que de su pecho estaban a punto de florecer. Tenía una espalda breve, y su piel reflejaba el sol que se posaba sobre ella.
Pasaron algunas semanas y nadie en el salón, excepto la maestra, conocía el color de voz de Pascuala. Algunos niños decían que era muda, otros que estaba loca. La verdad era que Pascuala no dominaba del todo bien el español. La comunidad de donde ella provenía era tan pequeña y no había necesidad de ir a la ciudad que aún conservaban intacta su propia lengua.
Un día una chiquilla maliciosa se acercó a ella explicándole que sabía sobre su procedencia, y que estaba al tanto también que el español no era su fuerte. Le ofreció ayuda a cambio de que dijera algo indicado por ella y Pascuala aceptó. La llevó a la parte trasera de la escuela, donde había reunido ya a más de la mitad de nuestros compañeros de salón.
-Muy bien Pascuala, lo único que debes hacer es leer en voz alta lo que yo escribiré en el pizarrón, ¿correcto?.
Y pascuala asintió.
La niña sacó un pedazo de tabla en el cuál había escrito: Soy una india tonta y mal educada, huelo a basura y uso huaraches.
Pascuala leyó aquello libre de cualquier preocupación o vergüenza, el poco conocimiento que ella tenía sobre el idioma no alcanzaba las orillas de la humillación y el desparpajo, era un ser de belleza íntegra.
Todos se rieron, y entonces Pascuala descubrió la intención de todo aquello. Se alejó cabizbaja y llorando en silencio.
Continuó el ciclo escolar, y con él las agresiones a Pascuala. Si no era un cuete bajo su banca, era una araña en su mochila, un chicle en su cabello o polvo pica-pica en su espalda, siempre provocado por la misma chiquilla de cabellos rubios y carácter agrio.
Pascuala estaba tan enojada, que una noche antes de dormir, y después de haber llorado por horas las humillaciones recibidas y el desazón de saberse rechazada, pidió con pasión que aquella niña que tanto sufrimiento le había provocado se quedase calva y perdiera toda gracia regalada por sus genes. Después, la tranquilidad del sueño, seguido por los rayos del sol y el cacareo de los gallos.
Al llegar el día siguiente a la escuela, Pascuala observó con sorpresa que su poco amable compañera no había asistido a clases. Despreocupada se sentó en la mesita y escucho atenta las indicaciones de la maestra. Por primera vez desde que entró a ese salón ninguna burla había sido dedicada a ella, pareciera que la tregua que había pedido con tanto fervor le fue otorgada. Pasaron más de dos semanas y la chiquilla no aparecía, a pesar de que Pascuala se sentía bastante cómoda con ese hecho, no pudo evitar preguntarle a la maestra Luz la razón de su ausencia. La mujer respiró hondo, pidió a Pascuala regresar a su asiento. Miró a todos compungida, se puso de pié frente a los niños y dijo en voz alta:
- Niños, he tratado de evitar a toda costa decirles esto, pero sé que algunos de ustedes están muy preocupados por su compañera Carla y quieren saber el motivo por el cual no está asistiendo a clases. Carla tiene cáncer. Se lo diagnosticaron hace dos semanas, y ahora está pasando por un proceso médico un poco complicado. Si ustedes quieren ir a verla, podemos organizarnos y visitarla, sólo vengan a hablar conmigo y nos pondremos de acuerdo con el director para realizar una visita.
Pascuala pegó un grito de dolor y salió corriendo del salón ahogada en lágrimas. La maestra fué tras ella y la siguió hasta el baño de niñas. Todo intento por sacarla de ahí no logró fruto alguno, la muchacha se negó a salir y no hubo poder humano que la convenciera de lo contrario.
Más tarde logró tranquilizarse y regresó al salón.
Los días continuaron su marcha sin perdonar al tiempo. Pasó poco más de un mes y ningún niño se había anotado en la lista de visitas a casa de Carla. Durante el receso Pascuala se acercó al escritorio de la maestra, observó la lista vacía y la dirección de Carla escrita en un pedazo de papel roto. Cerró los ojos y se disculpó en voz baja. Tomó el papel y lo metió en una de las bolsas recién zurcidas de su vestido.
Cada vez que el timbre de salida indicaba la hora de abandonar la escuela, Pascuala se cuestionaba si sería buena idea acudir a casa de Carla, temía que esta fuera a recibirla con una bomba de polvos pica-pica o le arrancara el cabello a tirones. Una tarde habló con su madre y muy seria le pidió permiso para visitar a su compañera, quien vivía al otro lado de la ciudad, la madre aceptó y se ofreció a acompañarla pero Pascuala no estuvo de acuerdo.
Después de algunas horas de camino, Pascuala llegó a un vecindario muy distinto al suyo. Las casas eran grandes y de colores pastel, todas tenían jardines vastos y flores con formas y aromas que ella desconocía. Se detuvo frente a un pequeño palacio hecho mayormente de cristal y madera marcado con el número 453. Respiró hondo. Tocó el timbre y un sonido por el altavoz preguntó:

-¿Quién llama?.
- Mi nombre es Pascuala. – Respondió. – Vengo a ver a Carla.
La puerta se abrió y Pascuala caminó hacia dentro de la vivienda. Una mujer de anatomía larga, y olor a vainilla la recibió y con una sonrisa le indicó el camino a la habitación de Carla.
Ella subió las escaleras y tocó dos veces a la puerta.
-¿Quién?.- Preguntó una voz agotada.
- Soy Pascuala. ¿Puedo pasar?.
La puerta se abrió antes de que ella pudiera terminar la frase, y se encontró con la figura delgada de su compañera. Los radiantes hilos de oro que antes adornaban su rostro se habían ido, y el color rosado de su piel, había sido sustituido por un lastimoso amarillo. Pascuala apretó los labios, tragó saliva y estiró las manos para darle a Carla un ramo multicolor de flores que había recolectado en su camino a esa casona. La niña las recibió con una sonrisa humedecida por agua salada. Pascuala la acompañó a su cama y comenzó a contarle los pormenores de las lecciones que estaban llevando. Bajó después por leche y un poco de galletas para compartir uno de sus nuevos cuentos con su ahora amiga. Todos los días Pascuala, al repicar el sonido de la campana de salida, corría veloz y contenta a casa de Carla, cargando ramos de flores y las lecciones del día para hacer juntas las tareas indicadas por la maestra, y después de repasar y asegurarse que todo había quedado entendido, Carla se acostaba boca abajo, con el rostro apoyado en las palmas de sus manos y escuchaba atenta el nuevo cuento que esta vez había escrito Pascuala para contarle antes de dormir.