miércoles, 26 de diciembre de 2007

La historia del cadáver incompleto.

Dicen que ocurrió durante el período de vacaciones, nunca supe si fué verdad o no, y quizá ha sido mejor así; la sola idea de imaginar que ocurrió me aterra, pero jamás he podido evitar ser curioso.

- ¡Fué asesinado!. - Le dijo Pipó a Eder, con una voz muy sigilosa, como si en lugar de saliva, fuese una navaja lo que lubricaba su garganta. -¿Asesinado?.- Preguntó Eder, mientras el terror comenzaba a escurrirle por la frente. -¿Cómo lo sabes? ¿Tú lo viste? ¡Nadie pudo haberlo asesinado!.

-¡Claro que lo ví!. - Exclamo Pipó, abriendo sus párpados, revelando una terrorífica mirada. - Lo único que quedó de él fué su dedo índice.

-¡Estás mintiendo! .. - Maulló Eder.

-No lo estoy, esta mañana cuando fuí a la bodega por un par de escobas para asear el salón, ví su dedo sobre una caja, bañado en sangre. - Dijo Pipó, quien era un niño de gran estatura, comparado con Eder; solía inventar historias, y muy poco de lo que decía era de verdad confiable, sin embargo, había cierto olor a misterio en el relato, y Eder era el tipo de niño que flaqueaba ante sucesos tales, pero en su flaqueza, había también un hilo que le ataba a la circunstancia, y no le dejaba escabullirze tan fácil.

-¡Pues no te creo!, y si sigues tratando de asustarme, te acusaré con la maestra. - Sollozó Eder.

-¡Bah!, marica ... Bien, ya no te diré nada, pero te recomiendo alejarte de la bodega, a menos que quieras ser descuartizado también!- Rugió Pipó, dejándose ir a piquetes contra las costillas de Eder.

En casa, el despertador de Eder era violentamente interrumpido por un manotazo, cada vez que anunciaba la llegada de los primeros rayos del sol; las 7:15 y Eder seguía en cama, preso del tierno abrazo de sus sábanas.
Los días en la escuela transcurrían sin pena ni gloria, muy puntuales a las 7:30 de la mañana se escuchaba el golpeteo de los escolares zapatos, contra la frescura del asfalto matutino; primero ¡Tum¡ y después ¡Tum tum tum!, iban apresurando la marcha.
Había que llegar pronto, pues como buenos niños, algunos eran incumplidos y olvidadizos, faltaba terminar la lista de palabras escritas en letra cursiva que la maestra había dejado de tarea, copiar también el resultado de las operaciones de la clase de matemáticas, e intercambiar estampitas repetidas e historietas, un sin fin de labores que no debían ser omitidas.
Sin ser advertida, y sin embargo muy esperada, llegó la hora del receso, la delataba el olor a comida fresca, y dulces, y alguno que otro embutido y aderezos, un tanto molestos al respirar.
Era entonces cuando el salón debía ser aseado, pues es más fácil así, todos afuera jugando, mientras uno de ellos es maldecido con el golpe en seco de la obligación, y esta vez fué el turno de Eder para llevar a cabo esa labor.
Lento y con mucha precaución iba acercándose a la ya tan famosa bodega. Primero firme, cuál decidida roca frente a la furia del mar. Después, algo más parecido a un castillo de arena, siendo derribado por una tímida ola. Las piernas se le volvían de agua. La respiración entrecortada, a ratos ausente. Finalmente tiene frente a sí la desgastada puerta de madera que divide la bodega del oscuro y callado pasillo, que lo aleja de la quietud de saberse a salvo. Bien abierta la palma de la mano, tierna fuerza de niño que empuja. La puerta responde: -Crrr! ....
Despacio y con mucha prisa entra a la bodega, decidido a abandonar el lugar tan pronto le sea posible. Primero estira su brazo derecho, y toma con arrebato el trapeador y la escoba, para después arrojarlos hacia afuera. Después viene el brazo izquierdo, totalmente erguido y de puntitas junto a la repisa, comienza a tirar manazos para bajar de ahí lo que necesita.
Van cayendo uno a uno los utensilios: Esponja, franela, jabón y ese blanqueador que causa ardor en la nariz, aromatizante, humedad.
-¿Humedad?- Jadea Eder. Sí, humedad.
Baja la mano envuelto en temor, sus ojos medio cerrados, medio abiertos, aterrado por ver claramente lo que podía ser...
-¡Sangre!- Comienzan a brotarle lágrimas de temor, y piensa en emprender la huída cuando sus piernas ya han tomado la desición por él.