viernes, 26 de junio de 2009

Ser el instante de tus días mágicos. Ser el momento que ansías.

Aquí les comparto un poco de mi reciente intento por escribir cuentos " no tan cortos ".
La historia no tiene un nombre aún.
Publicaré una parte y así lo iré haciendo por que el relato sí está un poco largo y aún no termino de escribirlo.
Gracias a todos y bonito día (ó noche según sea el caso).




- Susana ya duérmete y guarda ese libro, te vas a volver loca!. Le gritó una voz esforzada que había viajado desde la sala en el primer piso de su casa hasta el lado derecho de su cama, pasando por las hendiduras de la puerta y deteniéndose a tomar un respiro justo antes de llegar a sus oídos. No respondió, jugando al papel de Bella Durmiente. Se movió sigilosa sobre su cama, rogando al cielo que los resortes en su colchón no la traicionaran. La base estaba hecha de madera, una madera vieja y corroída que crujía calladamente con cada movimiento de Susana.
- ¿Me escuchaste jovencita?.- Insistió la voz.
- ¿Me hablas mamá? – Respondió apenas con ganas. El sonido se arrastraba en el aire. Fingía estar adormecida mientras estiraba la mano para poner el libro sobre su escritorio.
- No te hagas la loca. – Y se oyeron pasos que desde abajo se acercaban. Tum tum tum tum. Subían por las escaleras, golpeteando el piso. Molestos. Apurados. Decididos. Ella regresa a su cama rápidamente y se enreda en las sábanas, cual culebra en su improvisado nido.
Escucha el maullido de la puerta al abrirse. Tras de sus párpados, que hasta hacía unos segundos había un fondo oscuro, ve ahora una luz rosa con ligeras venitas rojas y verdes, que serpentean sin dirección alguna.
- A mí no me quieras jugar, estabas leyendo ese libro de nuevo. ¿Dónde está? – Inquiría la voz aguda. Salpicando su cólera.
- ¿De qué hablas mamá? – Difícilmente se le escuchaba. – Yo estaba dormida – Dice sin abrir los ojos.
- Aquí esta – Se le escucha victoriosa. – Y óyeme bien niñita, es la última vez que te quiero sorprender leyendo esto. No estás en edad de andarte sembrando ideas, de por sí sabe Dios de donde se te ocurre todo lo que se te ocurre. Quítate los lentes, guarda esa lámpara y duérmete ya, que mañana es día de escuela y no pienso llevarte tarde. – La habían descubierto. Se cerró la puerta.
Susana, de apenas 11 años era más que una niña, una estudiante, una hija o una amiga. Susana era una exploradora en la parte más indómita del Amazonas. Ahí dónde el sudor del viento cae sobre el pecho ardiente de la tierra, y después, vencido, agotado, diluido, vulnerable, se eleva con las tibias ondas del mismo aire del que nació, hasta llegar al cielo fresco quien lo cuida, lo alimenta, lo cobija en sus inmensas nubes y le permite entonces regresar. Triunfante. Altivo. Bello. Le regala de nuevo el corazón del Amazonas, para aplacarle el calor a la tierra. Engordar los ríos. Lavar las plantas. Es ahí donde Susana se ha establecido también. Construyendo una diminuta, pero cómoda, choza de paja. Curando a los nativos. Enseñándoles sobre Teología, Matemáticas, Gastronomía, y sobre todo, a leer.
Ha viajado por el interminable hastío del Sáhara, formando parte importante en el reencuentro de dos amantes.



* Montserrat Cambra y Santiago San Román, eran apenas unos chiquillos cuando los largos y afanosos brazos del amor los alcanzaron. Montse tendría quizá unos diecisiete y Santiago estaba ya por cumplir los veintiuno, formaba parte de una legión militar en España. Durante las elecciones de 1933 y el triunfo de los derechistas hubo una sublevación del pueblo contra el gobierno. Ardían Iglesias, volaban balas, pedazos de concreto y extremidades humanas con la sangre aún caliente. Era difícil, por no decir imposible, dormir en noches agitadas como esas. El cielo abierto, oscuro, parecía estar de duelo, y en el aire estaba ese olor a cadáver chamuscado al que no se escapaba nadie. En la escaza quietud de su hogar, Montse regresaba de la escuela. Tocaba el piano. Hacía tareas. Comía puntual. Cepillaba sus dientes y su cabello. Leía una novela. Caminaba incierta por su pieza, provocándose el cansancio, tratando de encontrar el sueño.
- ¿Cómo sería morir despedazada por una bomba? – Se preguntaba. – Y que el único sonido que te despida de este mundo vacío y sin vida sea sólo eso, un estallido. Sentir las fibras de tus oídos despedazándose. Sentir el cuerpo arder, y en la visión oscura de tus ojos cerrados, saberte obligada a mirar el fuego consumiéndote. Tu cuerpo inútil reventando contra la pared de un edificio que pronto cederá ante la explosión. Resquebrajándose. Cayendo sobre ti y rompiéndote en mil.
Movió las sábanas, los cojines, y se dispuso entonces a dormir. Lejos iban quedando los sonidos. La respiración de la casa, de los gatos, de la noche, de ella misma.



- Mamá, mamá. Eche. Eche. Aba. Aba. - Se oían como un eco las palabras. Montse avanzaba sobre un camino oscuro, sin saber con certeza hacia dónde se dirigía pero por alguna extraña razón tenía la corazonada abrumadora de seguir esa voz.
- Mamá, mamá. Eche. Eche. Aba. Aba. - El sonido se amplificaba por el lugar, recorriendo paredes inexistentes, dando una sensación de vacío insufrible.
- Mamá, mamá. Eche. Eche. Aba. Aba. - Una luz se enciende sin que pueda saberse de donde proviene. Ilumina a un pequeño regordete de un año quizá, de espaldas a Montse. Sus cabellos rubios arrojan destellos con el reflejo de la luz. Tenía una piel blancuzca.
- Mamá, mamá. Eche. Eche. Aba. Aba. - Estira las manos y alcanza la cintura del pequeño, lo levanta y lo pone de frente hacia ella para reconocerle la cara. Un grito nace en la garganta de Montse y revienta por aquel espacio, ahogando el poco silencio que se paseaba por el lugar. La cara del niño era una mezcla amorfa entre los ojos y labios de ella con la nariz chata y amoratada de Santiago San Román. Aterrada suelta aquel crío y lo deja caer sobre el suelo que se había convertido en algo muy parecido a la boca de un muerto y se tragaba hasta el último pedazo de esa pequeña bolita de algodón y cabellos rubios.

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