miércoles, 14 de enero de 2009

La fiesta

Se sentía la caricia de la brisa del mar a medio día, tan paciente como el Sol que se postraba orgulloso justo a la mitad del horizonte. El verdadero apuro se vivía dentro de la cocina. Las mujeres en aquella casa, desde la más pequeñita a la de edad considerable, seguían al pie de la letra las indicaciones dadas por Mercedes, una mulata que había tomado el cargo de cocinera y estaba dispuesta a preparar un suculento platillo para festejar el segundo aniversario del natalicio de Héctor, el hijo más pequeño de Rosa.
Para el festejo se había escogido un menú completamente mediterráneo, algunas botellas de Zinfandel y vino tinto, la puesta de sol frente a una costa de tono verdeazul, cuya marea se mostraba alegre y apasionada; un sinfín de globos multicolores y piñatas, una cascada de chocolate que invitaba a nadar y ser feliz dentro de ella; y un payaso de edad avanzada pero espíritu joven, con la mejor voluntad de arrebatar sonrisas honestas a los pequeñines.
Al sólo pasar por la cocina, el aroma de la comida y los postres se pegaba de uno. Primero el olor a romero y pimienta rosa, después canela, miel, vainilla y por último un fino dejo de anís.
Sobre una silla de madera, Rosa apoyaba los pies para colgar los globos de un extremo de la sala al otro. Héctor corría persiguiendo los globos que saltaban con la brisa que entraba por la parte frontal de la casa, sumergido en un mar de carcajadas y palabras incompletas.
- Héctor, deja ahí!.- Fruncía Rosa el ceño, pero su sonrisa delataba su falsa condición de madre molesta.
El pequeño Héctor respondía con una carcajada y continuaba corriendo tras de los globos.
Karyme, la hermana mayor, sorprendió a Héctor, levantándolo por la espalda y haciendo cosquillas con la nariz en el estómago del infante.
- Muchachito travieso.- Lo reprendió – Ya te dije que no juegues tan cerca de la alberca, es peligroso para un duendesillo como tú, hay tiburones allá abajo que te morderán las pompas así!.- Lo volteó sobre sus brazos y empezó a hacer cosquillas en aquella parte del niño. Héctor reía incontrolablemente.
Desde la cocina se escuchaba la voz exaltada de Mercedes, gritando en una lengua propia de la región donde había nacido. Accidentalmente dejó caer una botella de vino tinto sobre el aderezo de miel y pimienta que se habría de usar en la ensalada. La mujer arrojaba los brazos hacia adelante, atrás y los lados. Todos la miraban extrañados.
- ¡Santa Virgen del Cobre! ¿Cómo pude ser tan boba?. A ver, ¡tú muchachita!.- Apuntó a una de las niñas que inocentemente había entrado en la cocina, en busca sólo de una botella de jugo. – Alcánzame aquella olla sobre la repisa, trae también el tarro de miel que está en la alacena, y el moledor de pimienta. ¡Pero apúrate por el amor de Dios que se me quema esto!.
La muchacha hizo lo indicado, un tanto asustada por la expresión de enojo en la cara de aquella mulata. Mercedes era una mujer de baja estatura, probablemente más pequeña en comparación de la muchacha, pero tenía una complexión robusta, brazos gruesos, un pecho que era difícil de ignorar y una barriga prominente, justo lo necesario para sostener aquel par de mamas, su piel era oscura, tanto o más que la noche y su ceño estaba contraído la mayor parte del tiempo. Era sólo cuando cocinaba que la mujer se volvía una especie de Madre salvadora, e interactuaba armoniosamente con el resto de la familia. La chiquilla salió a hurtadillas de la cocina y dejó a Mercedes terminar de preparar aquel brebaje mágico que habría de darle un toque extra de dulzura a la velada. De a poco fueron llegando los invitados, hermanos de Rosa, primos, tíos, amigos de la familia, compañeritos de salón de las hermanas o del mismo Héctor, y alguno que otro desconocido que asistió acompañando a los invitados quienes, sin quererlo, se seccionaron. Al centro se podía ver a los adultos, en una mesa redonda de caoba, bebiendo tinto y zinfandel, hablando como verdaderos conversadores instruidos, saltando de un tema a otro sin darle conclusión a ninguno, y entre carcajada y carcajada, bebían de sus copas y tomaban algún bocadillo. Los niños en cambio se dispersaron por toda la casa, algunos miraban televisión, otros jugaban en la alberca, y otros más habían decidido bajar a la playa y jugar pelota.
Héctor corría de un lado a otro, envuelto en serpentinas. Alguien tuvo la idea de amarrarle un listón con un globo en el tobillo. El resto de los niños hizo lo mismo y comenzaron así un juego conocido como “ Gallito “, el cual consistía en reventar el globo de los demás, evitando a toda costa que alguien rompiera el tuyo. Se había propuesto que el ganador se llevara un juguete, el que él quisiera; los perdedores en cambio habrían de ser torturados por misiles de huevos podridos. María, la hermana mayor de Rosa, escuchó eso y le pareció una decisión muy cruel, indicó entonces que el castigo para los perdedores no sería ese, si no un chapuzón en el agua de la alberca, el descontento se hizo presente en los rostros de cada uno de los infantes, entonces María propuso que fuera con todo y la ropa que llevaban puesta.
Se dio inicio a la batalla de pies, listones y globos. El sonido de los zapatos contra el suelo era imposible de ignorar, y después de cada trueno tras la muerte de algún globo, los padres reían mientras los chiquillos gritaban de sorpresa o dolor por el pisotón recibido.
Ninguno se atrevió a pisar el globo de Héctor al verlo tan pequeño y entretenido, pero éste aprovechaba cada oportunidad que se le presentaba para reventar el globo de alguien mas, sin mostrar clemencia alguna, y después de lograr su cometido, Héctor rompía en carcajadas cubriéndose la cara con ambas manos y esbozando una sonrisa que obligaba sus ojos a encogerse. Después de algunos minutos ya la mayoría de los niños habían abandonado la competencia, quedaban únicamente Héctor y su primo León, un muchacho de unos 20 años con un rostro de pingo que refutaba su edad biológica. Héctor lo miraba sonriendo y comenzó de nuevo la lluvia de pisotones. De pronto ¡“ Pum “!. El globo de León había reventado tras de él mientras Héctor se encontraba justo enfrente. Antes de voltear para descubrir quien había sido el autor de semejante atrocidad, la carcajada de Rosa, quien sostenía una copa de tinto, se dejó escuchar. Héctor corrió a abrazarse de su madre mientras León la miraba desconcertado.
- ¡No es justo tía!.- Dijo aguantando la sonrisa.
- El juego consistía en reventar el globo y somos parientes consanguíneos, jugamos en equipo. – Rió Rosa mientras besaba la mejilla del pequeño Héctor.
El Sol se despidió, durmiéndose sobre esa extensa cama azul que el día entero había estado esperándole, dando paso así a un cielo color azul rey coronado por una Luna llena que se mostraba como faro incandescente.
Los niños que habían estado jugando en la orilla de la playa habían vuelto ya, los más pequeñitos estaban a punto de pegar el ojo, entonces Rosa decidió que era hora de partir el pastel. Se juntaron todos al centro, cantando a coro “ Las Mañanitas “ bajo la dirección del mismo Héctor que se sabía estribillos a medias y balbuceando.
Después, la tradicional “ mordida “ y el rostro completo del pequeño quedó cubierto de un betún color café en diferentes tonalidades. Se partió el pastel y se repartió entre los parientes, amigos y desconocidos que estaban ahí reunidos. Rosa limpió el rostro de Héctor y comenzó a servir las bebidas y los dulces a los pequeños que habían formado una fila junto a la mesa. El niño echó a correr sin dirección. La música sonaba alegre. El payaso repartía globos con diversas formas y contaba chistes. Se escuchaba el golpe de los cuerpos contra el agua de la alberca. Las pequeñas olas del mar tratando de derribar las rocas en la playa. Las pláticas de los adultos. Los juegos de los niños.
- Oye Rosa, ¿no es ese Héctor el que está cerca de la alberca?.- Preguntó María.
- Sí, pero ahí está Karyme, no te preocupes. – Respondió Rosa. - ¡Karyme!, ¿ya viste dónde está tu hermano?.
- ¡Ay muchachito travieso!, ¿qué le he dicho sobre acercarse ahí? .- Corrió Karyme y cargó a Héctor sobre los hombros.
- Rosa, debes poner más atención a ese niño, no está bien que Karyme sea quien lo tenga que lidiar todo el tiempo.- Reprendió María a su hermana.
- Ella sólo está ayudándome ahora, no es así todo el tiempo, es nada más porque estoy repartiendo la comida. – Respondió Rosa y regresó a la mesa.
La noche continuó, y el tono de la velada fue cambiando. El payaso había recogido ya sus cosas y se había retirado, tras la victoria ganada del sueño sobre el último de los pequeñines.
Con la llegada de la noche y el aire fresco, los niños más grandes fueron abandonando la alberca temblando de frío. Se dejó de escuchar las canciones infantiles, dando paso a las rancheras de José Alfredo Jiménez. Las botellas de tinto y Zinfandel seguían paseándose por la mesa.
Mercedes recogía los platos vacíos de la mesa y entonaba a la perfección “Corazón, corazón “.
- ¡Héctor, aléjate de ahí!.- Dijo una muy molesta Mercedes. – Bueno, ¿dónde está la madre de ese chiquillo?.
- ¡Rosa, ve por ese niño!.- Ordenó María.
- ¡Karyme!, pues ¿qué estás haciendo que no cuidas a tu hermano?.- Reprendió Rosa – ¿No ves que yo estoy lejos de la alberca?.
- Perdón mamá. – Respondió Karyme.
- Perdón... perdón.- Refunfuñó Rosa. – ¡A ver si para la próxima pones más atención mocosita!
María miró con disgusto a su hermana pero no se atrevió a decir nada, sabía su lugar y entendía que Rosa tenía una forma distinta de educar a la que poseía ella.
Con cada copa de tinto, Rosa se sentía más animada, había sido un mes difícil para ella, recién comenzaba a adecuarse en un trabajo, se separó de su marido, se había mudado de casa y el proceso de ubicarse en un nuevo vecindario se sintió complicado, así que esta fiesta era la excusa perfecta para dejarse llevar, y olvidar los pesares al menos por un momento. Sentía la piel caliente y que el rostro le burbujeaba, no estaba segura si era el calor de inicio de verano o los estragos que el vino estaba comenzando a ocasionar en sus sentidos. Su cabello lucía más relajado, y tenía una sonrisa en el rostro que amenazaba con ser permanente.
- Canto al pié de tu ventana, pa’ que sepas que te quiero… - Comenzó a cantar Rosa.
El tinto se fue agotando y la ligereza de una noche a la orilla del mar se hizo presente.
- ¿Recuerdas cuando mi papá nos llevaba a jugar a la orilla del río?.- Preguntó María a su hermana, ofreciendo el regreso de la complicidad infantil en una leve sonrisa.
- Sí, y siempre cantaba esa canción, ¿te acuerdas?.- Sonrió Rosa.
- Claro que recuerdo. – Suspiró María.
- ¡Dios Santo!.- Gritó Mercedes, siguiéndole a su grito un sonido agudo de platos rompiéndose.
- ¡Héctor¡.- Exclamó Rosa, mientras se ponía de pié y arrojaba la copa de tinto sobre la mesa.
El cuerpo del niño boca abajo flotaba sobre el agua a mitad de la piscina. Solitario. Frágil. Diminuto. Inmóvil. Sus largos cabellos ondulados se movían libres con el pequeño oleaje ocasionado por el viento de la noche.
Rosa corrió como nunca en su vida, con el llanto rompiéndole la voz. Se arrojó sobre la piscina ignorando escalones, profundidad, el frío en el agua.
Tomó al niño en sus brazos, arrancándolo con violencia de la suave textura del agua. Apresuró la salida de la piscina y lo dejó alterada sobre un camastro a la orilla de la alberca, dándole respiración de boca a boca, pero el pequeño no respondía. Rosa comenzó a gritar y agitarlo de una manera desesperada, como si eso fuese a devolverle la vida.
El tinto se regó por toda la mesa, que estaba ahora cubierta también por cristales. Pequeñas gotas de un líquido rojo golpeteaban el suelo, como si aquel mueble entendiera de sufrimiento y empatizara con Rosa.

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