viernes, 9 de enero de 2009

De las cosas que no debo decir

El día se despertó de enrojecidos ojos. Una nube grisácea cubría las frágiles vértebras de la ciudad, y lejos de aplacar el frío que se paseaba por cada una de sus calles, le encendía más. Se escuchaba rugir al cielo, quizá por enojo, tal vez por dolor, en una ciudad cómo esta nunca se sabe. Vapor de café. Su mirada entretenida viendo el ir y venir de los coches. Bendita avenida Vallarta, y piensa: -Aquí las únicas olas, son las del agua que dejó la lluvia de anoche, que levantan los coches al pasar y tratar de arrebatarse algún lugar más cercano de la nada. Busca algún objeto que pueda captar su atención, y no existe nada ahí. Ni los árboles. Ni la lluvia. Ni el triste cielo. Ni el vapor del café. De pronto y por mero accidente encuentra el reflejo de un hombre casi desconocido que lo mira desde la parte frontal de un cristal. Un hombre de piel acanelada. Cabellera oscura y un tanto desarreglada. Un hombre de rostro cansado. De mirada abatida, con largas ojeras que como péndulos de un reloj, le cuelgan hasta casi terminar las mejillas. Su esencia lo delata, no ha dormido en días. Pareciera que los demonios le han mordido el cuello. Siente lástima por él. Asiente con la cabeza, como mostrando simpatía, el hombre del cristal responde de igual manera. Piensa para sí y se platica: - Qué cabrón más patético. - Al mismo tiempo que le regala una irónica sonrisa. El hombre en el reflejo responde con la misma atención. Una vez más a mirar el ir y venir de los coches, resulta un poco incómodo mirar a alguien tan lastimoso, los coches dan más variedad. -Me pregunto cómo habrá obtenido ese carro una aboyadura tan profunda, el imbécil que lo maneja ¿sabrá que va montado en un Mustang Shelby GT500?. Pobre idiota, basta con verle la cara que se carga para saber que no, no lo sabe. ¡Ay no! esta gente adinerada vaya que está llena de mierda. De nuevo a observar el cristal, y el individuo casualmente voltea hacia él también, pero ésta vez de ojos profundos, oscuros, perdidos, inánimes. La imágen frente a él le abre un hueco en el estómago, y decide ponerse de pie e ir hacia el sujeto que antes parecía indiferente estatua, pero ahora se ha puesto de pie también y camina hacia él con pasos resueltos. El camino entre su mesa y el cristal podía ser largo, más el apuro de ambos logró recorrer la distancia en un tiempo que no se detuvo a esperar. Se inclinan un poco hacia adelante, estiran la mano y se tocan la punta de los dedos.
-!Vaya que estás jodido mi buen!.- Exclama él, y decide sentarse en la mesita de madera que se encuentra pegada del cristal, el hombre del reflejo le sigue también. Saca de su bolso una cajetilla de cigarros completamente corrugada, jala uno casi a la fuerza y le enciende.
-¿Qué? ¿Te quedarás ahí nada más como imbécil sin decir nada?
El hombre del reflejo baja la cabeza, como buscando alguna respuesta que pudiese estar escondida en uno de los sucios tennis que lleva puestos.
-!Pero vamos hombre! que no he venido hasta acá sólo por tu linda cara, noté que tienes ya desde que he llegado mirándome, y no luces nada bien. ¿Necesitas ayuda? ¿Eres alguna especie de vago? !Habla con un carajo!.
-Me das asco.- Responde el confundido ente, con una voz maltrecha y poco esmerada. - Me da asco, tú y tu banalidad de mierda!, que te crees que alzando la voz y mandando al carajo lo solucionas todo. Me da asco tu estúpido rostro, confundido, extraviado, ojeroso. Eres una cosa plana, sin chiste ni gracia. Me causa repulsión tu olor, y el jodido concepto que tienes sobre tu futuro, la falta de ímpetu para escarbar un hueco en el suelo y enterrar el pasado. Me da asco tu forma de vivir el presente. Te haz vuelto un remedo de sueños y anhelos, y ¿para qué?. Para que a la menor provocación, escupas fuego por la boca. Me da asco tu forma de sanar heridas, tu alma llena de cicatrices, tu pestilente forma de querer y demandar amor.
Un aroma a pudredumbre inhunda el lugar, la garganta se le ha vuelto nudo, no sabe que responder. La voz continúa escupiendo ácido. Ahogada en cólera. Resentida por la saliva que aún le queda, y la falta de ganas por parar. El olor se ha pegado de las paredes, las sillas, incluso del café, en su ropa. El hombre del reflejo se detiene sólo por un instante para decidir si respira, fuma o bebe del café. Resuelve regalarle otro momento al humo en sus pulmones, que pueden ser como dos piedras completamente carbonizadas.
-Tienes un espíritu añejo, vetusto, de esos que huelen mal, que causan lástima. Persigues ideales ridículos, inexistentes. Vas por las oscuras calles con el pecho desnudo y el alma abierta. Qué patética situación la tuya. Eres presa de una rutina que durante 24 horas te sofoca, recorre tus visceras y las estira hasta el punto de reventar.
Los dedos se enredan en sus manos torpes. Mira hacia los lados sin voltear. Está atrapado. Lo han descubierto.
-Ese juicio tuyo es muy cruel y poco objetivo. - Replica. - Permíteme explicarte ... - Endereza la espalda y se incorpora para hacerse entender.
Una risa aguda le golpea la frente.La espalda se afloja y vuelve a caer vencida sobre el respaldo de la silla. Sabe que el argumento que estaba a punto de dar es tan débil como él mismo. Toma de nuevo el cigarro y le da un sorbo más, mientras se sumerge profundo dentro de sí mismo. El hombre del reflejo desaparece con la última bocanada de humo.
-La cuenta, por favor.
Recorre las calles como un verdadero autómata, sin rumbo o dirección fija, de pronto ese olor a suciedad se vuelve a hacer presente. El frunce el ceño y sigue el rastro del hedor. Mira desde el otro lado de la avenida a un hombre gordo y de cabellos enredados, cubierto en el torso con los resquicios de lo que juraba haber sido en una mejor vida un saco de sastre color añil, y el resto de su cuerpo estaba abrigado por retazos de un pantalón de mezclilla que no alcanzaba a cubrirle las pantorrillas. Se acerca decidido y lo mira con desesperación. El hombre extrañado le sonríe, revelando así un arsenal de dientes verdosos y encias rojizas. Toma al hombre del cabello y lo arroja con fuerza al piso, donde comienza a patearlo en las piernas, los genitales, el estómago, el pecho, y por último arremete con la cabeza, le pateaba con tal fuerza que logró romperla y convertirla entonces en una cascada de agua roja y densa. El hombre aprovechaba la respuesta de sus reflejos para cubrirse con lentitud las áreas que habían sido ya golpeadas, solo lloraba y pedía perdón.
-Muérete, maldita escoria! Muérete!. - Continuaba golpeándolo. Sus ojos se habían vuelto calderas de odio, que estallaban en lágrimas ardientes, mismas que se confundían con la saliva que caía de su boca. Era como un perro rabioso. El vago quedó tirado a mitad del andén. Se limpia el traje, sacude el polvo, seca las lágrimas, saca de su bolsillo una pañoleta blanca y limpia la sangre de sus zapatos, que ha adquirido un color café por haberse mezclado con el lodo. Se aleja entonces, tranquilo ya.

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