viernes, 16 de enero de 2009

El mar

Soy un ser de cuatro extremidades, piel tostada por el sol y la brisa salada del lugar donde nací, labios de un tamaño mesurado que albergan un pequeño lunar en el lado inferior derecho. Me gusta pensar que esa mancha casi imperceptible, redonda y oscura tiene vida propia, y que es capaz de provocar los más sórdidos pensamientos de todo aquel que posa su mirada en ella.
Llevo en el alma recuerdos frescos de una playa que alimenta mis fantasías e ilusiones, que me ha dado de comer, que ha cuidado de los míos, que refleja el Sol de medio día; una playa sobre la cuál dí los primeros pasos, conocí el amor en ella un Diciembre no muy lejano a estas fechas, casi al caer el atardecer, una playa que huele a felicidad, a cariño, a familia, a niñez, a despedidas, a dolor, a pérdidas y encuentros, a eternidad.
Cuando abro los ojos en mi habitación de color blanco, sobre un colchón pequeño y suave, dedico siempre un suspiro a esa playa que no escucho más.
Cierro los ojos y me invito a regresar, a escuchar de nuevo el melodioso cantar de las aves, a sentir la arena en los pies, el agua, las burbujas de las olas, el filo amable de las rocas. Cierro los ojos y descubro de nuevo el semblante adulto de mi madre, apacible y resuelto, su olor a rosa de abril cubierta de brisa, el calor de su regazo. Cierro los ojos y encuentro a mi padre, cándido como siempre, victimizando a todos con sus bromas que tenían el peso exacto para caer sobre uno como pluma y no como plomo, escucho sus risotadas que lo iluminaban todo.
Abro los ojos y el sueño se vuelve cierto.
De pronto tengo frente a mí a ese mar apasionado que traigo dentro desde la niñez, con sus olas firmes y erguidas.
Los pedazos rotos de una melodía casi olvidada suenan en mi cabeza y se mezclan con el susurro del mar.
Me pongo en pie como espirituado y camino hacia él.
Los pies parten la arena bajo ellos, quien amablemente se amolda y toma sus formas.
El agua se siente helada al principio, pero el frío va desapareciendo de a poco a medida que me adentro más y más.
Llega la primera ola que revienta en mi pecho sin ahogarme del todo y me doy cuenta que la piel se va rompiendo, dando paso a un color grisáceo y oscuro. No logro estar tranquilo fuera del agua y siento la urgencia de sumergirme en ella. Mis pies desaparecen en una unión que no reconozco al principio, y forman después una cola con dos puntas equidistantes. Los brazos se me acortan y se pegan al torso. No tengo cuello. Mi nariz de ha ido y la boca se me alarga hacia adelante. Me he vuelto uno con el mar, y el mar se ha vuelto uno conmigo.
Me acoge de nuevo como el hijo distante que soy, y sabe que eventualmente había de regresar a él y a sus olas intensas.

miércoles, 14 de enero de 2009

La fiesta

Se sentía la caricia de la brisa del mar a medio día, tan paciente como el Sol que se postraba orgulloso justo a la mitad del horizonte. El verdadero apuro se vivía dentro de la cocina. Las mujeres en aquella casa, desde la más pequeñita a la de edad considerable, seguían al pie de la letra las indicaciones dadas por Mercedes, una mulata que había tomado el cargo de cocinera y estaba dispuesta a preparar un suculento platillo para festejar el segundo aniversario del natalicio de Héctor, el hijo más pequeño de Rosa.
Para el festejo se había escogido un menú completamente mediterráneo, algunas botellas de Zinfandel y vino tinto, la puesta de sol frente a una costa de tono verdeazul, cuya marea se mostraba alegre y apasionada; un sinfín de globos multicolores y piñatas, una cascada de chocolate que invitaba a nadar y ser feliz dentro de ella; y un payaso de edad avanzada pero espíritu joven, con la mejor voluntad de arrebatar sonrisas honestas a los pequeñines.
Al sólo pasar por la cocina, el aroma de la comida y los postres se pegaba de uno. Primero el olor a romero y pimienta rosa, después canela, miel, vainilla y por último un fino dejo de anís.
Sobre una silla de madera, Rosa apoyaba los pies para colgar los globos de un extremo de la sala al otro. Héctor corría persiguiendo los globos que saltaban con la brisa que entraba por la parte frontal de la casa, sumergido en un mar de carcajadas y palabras incompletas.
- Héctor, deja ahí!.- Fruncía Rosa el ceño, pero su sonrisa delataba su falsa condición de madre molesta.
El pequeño Héctor respondía con una carcajada y continuaba corriendo tras de los globos.
Karyme, la hermana mayor, sorprendió a Héctor, levantándolo por la espalda y haciendo cosquillas con la nariz en el estómago del infante.
- Muchachito travieso.- Lo reprendió – Ya te dije que no juegues tan cerca de la alberca, es peligroso para un duendesillo como tú, hay tiburones allá abajo que te morderán las pompas así!.- Lo volteó sobre sus brazos y empezó a hacer cosquillas en aquella parte del niño. Héctor reía incontrolablemente.
Desde la cocina se escuchaba la voz exaltada de Mercedes, gritando en una lengua propia de la región donde había nacido. Accidentalmente dejó caer una botella de vino tinto sobre el aderezo de miel y pimienta que se habría de usar en la ensalada. La mujer arrojaba los brazos hacia adelante, atrás y los lados. Todos la miraban extrañados.
- ¡Santa Virgen del Cobre! ¿Cómo pude ser tan boba?. A ver, ¡tú muchachita!.- Apuntó a una de las niñas que inocentemente había entrado en la cocina, en busca sólo de una botella de jugo. – Alcánzame aquella olla sobre la repisa, trae también el tarro de miel que está en la alacena, y el moledor de pimienta. ¡Pero apúrate por el amor de Dios que se me quema esto!.
La muchacha hizo lo indicado, un tanto asustada por la expresión de enojo en la cara de aquella mulata. Mercedes era una mujer de baja estatura, probablemente más pequeña en comparación de la muchacha, pero tenía una complexión robusta, brazos gruesos, un pecho que era difícil de ignorar y una barriga prominente, justo lo necesario para sostener aquel par de mamas, su piel era oscura, tanto o más que la noche y su ceño estaba contraído la mayor parte del tiempo. Era sólo cuando cocinaba que la mujer se volvía una especie de Madre salvadora, e interactuaba armoniosamente con el resto de la familia. La chiquilla salió a hurtadillas de la cocina y dejó a Mercedes terminar de preparar aquel brebaje mágico que habría de darle un toque extra de dulzura a la velada. De a poco fueron llegando los invitados, hermanos de Rosa, primos, tíos, amigos de la familia, compañeritos de salón de las hermanas o del mismo Héctor, y alguno que otro desconocido que asistió acompañando a los invitados quienes, sin quererlo, se seccionaron. Al centro se podía ver a los adultos, en una mesa redonda de caoba, bebiendo tinto y zinfandel, hablando como verdaderos conversadores instruidos, saltando de un tema a otro sin darle conclusión a ninguno, y entre carcajada y carcajada, bebían de sus copas y tomaban algún bocadillo. Los niños en cambio se dispersaron por toda la casa, algunos miraban televisión, otros jugaban en la alberca, y otros más habían decidido bajar a la playa y jugar pelota.
Héctor corría de un lado a otro, envuelto en serpentinas. Alguien tuvo la idea de amarrarle un listón con un globo en el tobillo. El resto de los niños hizo lo mismo y comenzaron así un juego conocido como “ Gallito “, el cual consistía en reventar el globo de los demás, evitando a toda costa que alguien rompiera el tuyo. Se había propuesto que el ganador se llevara un juguete, el que él quisiera; los perdedores en cambio habrían de ser torturados por misiles de huevos podridos. María, la hermana mayor de Rosa, escuchó eso y le pareció una decisión muy cruel, indicó entonces que el castigo para los perdedores no sería ese, si no un chapuzón en el agua de la alberca, el descontento se hizo presente en los rostros de cada uno de los infantes, entonces María propuso que fuera con todo y la ropa que llevaban puesta.
Se dio inicio a la batalla de pies, listones y globos. El sonido de los zapatos contra el suelo era imposible de ignorar, y después de cada trueno tras la muerte de algún globo, los padres reían mientras los chiquillos gritaban de sorpresa o dolor por el pisotón recibido.
Ninguno se atrevió a pisar el globo de Héctor al verlo tan pequeño y entretenido, pero éste aprovechaba cada oportunidad que se le presentaba para reventar el globo de alguien mas, sin mostrar clemencia alguna, y después de lograr su cometido, Héctor rompía en carcajadas cubriéndose la cara con ambas manos y esbozando una sonrisa que obligaba sus ojos a encogerse. Después de algunos minutos ya la mayoría de los niños habían abandonado la competencia, quedaban únicamente Héctor y su primo León, un muchacho de unos 20 años con un rostro de pingo que refutaba su edad biológica. Héctor lo miraba sonriendo y comenzó de nuevo la lluvia de pisotones. De pronto ¡“ Pum “!. El globo de León había reventado tras de él mientras Héctor se encontraba justo enfrente. Antes de voltear para descubrir quien había sido el autor de semejante atrocidad, la carcajada de Rosa, quien sostenía una copa de tinto, se dejó escuchar. Héctor corrió a abrazarse de su madre mientras León la miraba desconcertado.
- ¡No es justo tía!.- Dijo aguantando la sonrisa.
- El juego consistía en reventar el globo y somos parientes consanguíneos, jugamos en equipo. – Rió Rosa mientras besaba la mejilla del pequeño Héctor.
El Sol se despidió, durmiéndose sobre esa extensa cama azul que el día entero había estado esperándole, dando paso así a un cielo color azul rey coronado por una Luna llena que se mostraba como faro incandescente.
Los niños que habían estado jugando en la orilla de la playa habían vuelto ya, los más pequeñitos estaban a punto de pegar el ojo, entonces Rosa decidió que era hora de partir el pastel. Se juntaron todos al centro, cantando a coro “ Las Mañanitas “ bajo la dirección del mismo Héctor que se sabía estribillos a medias y balbuceando.
Después, la tradicional “ mordida “ y el rostro completo del pequeño quedó cubierto de un betún color café en diferentes tonalidades. Se partió el pastel y se repartió entre los parientes, amigos y desconocidos que estaban ahí reunidos. Rosa limpió el rostro de Héctor y comenzó a servir las bebidas y los dulces a los pequeños que habían formado una fila junto a la mesa. El niño echó a correr sin dirección. La música sonaba alegre. El payaso repartía globos con diversas formas y contaba chistes. Se escuchaba el golpe de los cuerpos contra el agua de la alberca. Las pequeñas olas del mar tratando de derribar las rocas en la playa. Las pláticas de los adultos. Los juegos de los niños.
- Oye Rosa, ¿no es ese Héctor el que está cerca de la alberca?.- Preguntó María.
- Sí, pero ahí está Karyme, no te preocupes. – Respondió Rosa. - ¡Karyme!, ¿ya viste dónde está tu hermano?.
- ¡Ay muchachito travieso!, ¿qué le he dicho sobre acercarse ahí? .- Corrió Karyme y cargó a Héctor sobre los hombros.
- Rosa, debes poner más atención a ese niño, no está bien que Karyme sea quien lo tenga que lidiar todo el tiempo.- Reprendió María a su hermana.
- Ella sólo está ayudándome ahora, no es así todo el tiempo, es nada más porque estoy repartiendo la comida. – Respondió Rosa y regresó a la mesa.
La noche continuó, y el tono de la velada fue cambiando. El payaso había recogido ya sus cosas y se había retirado, tras la victoria ganada del sueño sobre el último de los pequeñines.
Con la llegada de la noche y el aire fresco, los niños más grandes fueron abandonando la alberca temblando de frío. Se dejó de escuchar las canciones infantiles, dando paso a las rancheras de José Alfredo Jiménez. Las botellas de tinto y Zinfandel seguían paseándose por la mesa.
Mercedes recogía los platos vacíos de la mesa y entonaba a la perfección “Corazón, corazón “.
- ¡Héctor, aléjate de ahí!.- Dijo una muy molesta Mercedes. – Bueno, ¿dónde está la madre de ese chiquillo?.
- ¡Rosa, ve por ese niño!.- Ordenó María.
- ¡Karyme!, pues ¿qué estás haciendo que no cuidas a tu hermano?.- Reprendió Rosa – ¿No ves que yo estoy lejos de la alberca?.
- Perdón mamá. – Respondió Karyme.
- Perdón... perdón.- Refunfuñó Rosa. – ¡A ver si para la próxima pones más atención mocosita!
María miró con disgusto a su hermana pero no se atrevió a decir nada, sabía su lugar y entendía que Rosa tenía una forma distinta de educar a la que poseía ella.
Con cada copa de tinto, Rosa se sentía más animada, había sido un mes difícil para ella, recién comenzaba a adecuarse en un trabajo, se separó de su marido, se había mudado de casa y el proceso de ubicarse en un nuevo vecindario se sintió complicado, así que esta fiesta era la excusa perfecta para dejarse llevar, y olvidar los pesares al menos por un momento. Sentía la piel caliente y que el rostro le burbujeaba, no estaba segura si era el calor de inicio de verano o los estragos que el vino estaba comenzando a ocasionar en sus sentidos. Su cabello lucía más relajado, y tenía una sonrisa en el rostro que amenazaba con ser permanente.
- Canto al pié de tu ventana, pa’ que sepas que te quiero… - Comenzó a cantar Rosa.
El tinto se fue agotando y la ligereza de una noche a la orilla del mar se hizo presente.
- ¿Recuerdas cuando mi papá nos llevaba a jugar a la orilla del río?.- Preguntó María a su hermana, ofreciendo el regreso de la complicidad infantil en una leve sonrisa.
- Sí, y siempre cantaba esa canción, ¿te acuerdas?.- Sonrió Rosa.
- Claro que recuerdo. – Suspiró María.
- ¡Dios Santo!.- Gritó Mercedes, siguiéndole a su grito un sonido agudo de platos rompiéndose.
- ¡Héctor¡.- Exclamó Rosa, mientras se ponía de pié y arrojaba la copa de tinto sobre la mesa.
El cuerpo del niño boca abajo flotaba sobre el agua a mitad de la piscina. Solitario. Frágil. Diminuto. Inmóvil. Sus largos cabellos ondulados se movían libres con el pequeño oleaje ocasionado por el viento de la noche.
Rosa corrió como nunca en su vida, con el llanto rompiéndole la voz. Se arrojó sobre la piscina ignorando escalones, profundidad, el frío en el agua.
Tomó al niño en sus brazos, arrancándolo con violencia de la suave textura del agua. Apresuró la salida de la piscina y lo dejó alterada sobre un camastro a la orilla de la alberca, dándole respiración de boca a boca, pero el pequeño no respondía. Rosa comenzó a gritar y agitarlo de una manera desesperada, como si eso fuese a devolverle la vida.
El tinto se regó por toda la mesa, que estaba ahora cubierta también por cristales. Pequeñas gotas de un líquido rojo golpeteaban el suelo, como si aquel mueble entendiera de sufrimiento y empatizara con Rosa.

Para alguien extraño

Te imagino desnudo, de piernas cruzadas y cigarro encendido; mirando como quien no mira y sin embargo persiste.
Me imagino desnudo, de brazos cruzados y mirada encendida; esquivando como quien no sabe y sin embargo se delata.
Nos imagino fundidos en un largo abrazo, que no sabe de distancias, condiciones ni palabras.
Perdiéndonos en una cordialidad obligada.
Te imagino desnudo, de piernas cruzadas y cigarro encendido, cubierto por el sudor de la batalla que precedió al hecho de encontrarnos así.
Me imagino desnudo, de brazos cruzados y mirada encendida, sofocado por el agobio de dejarme escapar.
Nos imagino fundidos en un largo abrazo, que agota de a poco nuestras ganas de hablar.
Obligados a perdernos en una cordialidad que no es nuestra.
Te imagino desnudo, de piernas cruzadas y cigarro encendido, perdiéndote tan pronto como el humo mismo se va yendo.
Me imagino desnudo, de brazos cruzados y mirada encendida, ahogando los resquicios sangrantes de una pasión que me golpeaba el estómago.
Nos imagino fundidos en un largo abrazo, donde reinaba un silencio de tormenta.

viernes, 9 de enero de 2009

Mientras se despide

Ella le miraba alejarse, presa del cristal de su ventana.
Lo veía arrastrando su maleta por el pavimento.
Apoyada en el vidrio helado tejía una oración con los labios, que después terminó enredada en la sal de su alma.
El subió al coche.
Se perdió en la distancia mientras ella ahogaba el llanto.

De las cosas que no debo decir

El día se despertó de enrojecidos ojos. Una nube grisácea cubría las frágiles vértebras de la ciudad, y lejos de aplacar el frío que se paseaba por cada una de sus calles, le encendía más. Se escuchaba rugir al cielo, quizá por enojo, tal vez por dolor, en una ciudad cómo esta nunca se sabe. Vapor de café. Su mirada entretenida viendo el ir y venir de los coches. Bendita avenida Vallarta, y piensa: -Aquí las únicas olas, son las del agua que dejó la lluvia de anoche, que levantan los coches al pasar y tratar de arrebatarse algún lugar más cercano de la nada. Busca algún objeto que pueda captar su atención, y no existe nada ahí. Ni los árboles. Ni la lluvia. Ni el triste cielo. Ni el vapor del café. De pronto y por mero accidente encuentra el reflejo de un hombre casi desconocido que lo mira desde la parte frontal de un cristal. Un hombre de piel acanelada. Cabellera oscura y un tanto desarreglada. Un hombre de rostro cansado. De mirada abatida, con largas ojeras que como péndulos de un reloj, le cuelgan hasta casi terminar las mejillas. Su esencia lo delata, no ha dormido en días. Pareciera que los demonios le han mordido el cuello. Siente lástima por él. Asiente con la cabeza, como mostrando simpatía, el hombre del cristal responde de igual manera. Piensa para sí y se platica: - Qué cabrón más patético. - Al mismo tiempo que le regala una irónica sonrisa. El hombre en el reflejo responde con la misma atención. Una vez más a mirar el ir y venir de los coches, resulta un poco incómodo mirar a alguien tan lastimoso, los coches dan más variedad. -Me pregunto cómo habrá obtenido ese carro una aboyadura tan profunda, el imbécil que lo maneja ¿sabrá que va montado en un Mustang Shelby GT500?. Pobre idiota, basta con verle la cara que se carga para saber que no, no lo sabe. ¡Ay no! esta gente adinerada vaya que está llena de mierda. De nuevo a observar el cristal, y el individuo casualmente voltea hacia él también, pero ésta vez de ojos profundos, oscuros, perdidos, inánimes. La imágen frente a él le abre un hueco en el estómago, y decide ponerse de pie e ir hacia el sujeto que antes parecía indiferente estatua, pero ahora se ha puesto de pie también y camina hacia él con pasos resueltos. El camino entre su mesa y el cristal podía ser largo, más el apuro de ambos logró recorrer la distancia en un tiempo que no se detuvo a esperar. Se inclinan un poco hacia adelante, estiran la mano y se tocan la punta de los dedos.
-!Vaya que estás jodido mi buen!.- Exclama él, y decide sentarse en la mesita de madera que se encuentra pegada del cristal, el hombre del reflejo le sigue también. Saca de su bolso una cajetilla de cigarros completamente corrugada, jala uno casi a la fuerza y le enciende.
-¿Qué? ¿Te quedarás ahí nada más como imbécil sin decir nada?
El hombre del reflejo baja la cabeza, como buscando alguna respuesta que pudiese estar escondida en uno de los sucios tennis que lleva puestos.
-!Pero vamos hombre! que no he venido hasta acá sólo por tu linda cara, noté que tienes ya desde que he llegado mirándome, y no luces nada bien. ¿Necesitas ayuda? ¿Eres alguna especie de vago? !Habla con un carajo!.
-Me das asco.- Responde el confundido ente, con una voz maltrecha y poco esmerada. - Me da asco, tú y tu banalidad de mierda!, que te crees que alzando la voz y mandando al carajo lo solucionas todo. Me da asco tu estúpido rostro, confundido, extraviado, ojeroso. Eres una cosa plana, sin chiste ni gracia. Me causa repulsión tu olor, y el jodido concepto que tienes sobre tu futuro, la falta de ímpetu para escarbar un hueco en el suelo y enterrar el pasado. Me da asco tu forma de vivir el presente. Te haz vuelto un remedo de sueños y anhelos, y ¿para qué?. Para que a la menor provocación, escupas fuego por la boca. Me da asco tu forma de sanar heridas, tu alma llena de cicatrices, tu pestilente forma de querer y demandar amor.
Un aroma a pudredumbre inhunda el lugar, la garganta se le ha vuelto nudo, no sabe que responder. La voz continúa escupiendo ácido. Ahogada en cólera. Resentida por la saliva que aún le queda, y la falta de ganas por parar. El olor se ha pegado de las paredes, las sillas, incluso del café, en su ropa. El hombre del reflejo se detiene sólo por un instante para decidir si respira, fuma o bebe del café. Resuelve regalarle otro momento al humo en sus pulmones, que pueden ser como dos piedras completamente carbonizadas.
-Tienes un espíritu añejo, vetusto, de esos que huelen mal, que causan lástima. Persigues ideales ridículos, inexistentes. Vas por las oscuras calles con el pecho desnudo y el alma abierta. Qué patética situación la tuya. Eres presa de una rutina que durante 24 horas te sofoca, recorre tus visceras y las estira hasta el punto de reventar.
Los dedos se enredan en sus manos torpes. Mira hacia los lados sin voltear. Está atrapado. Lo han descubierto.
-Ese juicio tuyo es muy cruel y poco objetivo. - Replica. - Permíteme explicarte ... - Endereza la espalda y se incorpora para hacerse entender.
Una risa aguda le golpea la frente.La espalda se afloja y vuelve a caer vencida sobre el respaldo de la silla. Sabe que el argumento que estaba a punto de dar es tan débil como él mismo. Toma de nuevo el cigarro y le da un sorbo más, mientras se sumerge profundo dentro de sí mismo. El hombre del reflejo desaparece con la última bocanada de humo.
-La cuenta, por favor.
Recorre las calles como un verdadero autómata, sin rumbo o dirección fija, de pronto ese olor a suciedad se vuelve a hacer presente. El frunce el ceño y sigue el rastro del hedor. Mira desde el otro lado de la avenida a un hombre gordo y de cabellos enredados, cubierto en el torso con los resquicios de lo que juraba haber sido en una mejor vida un saco de sastre color añil, y el resto de su cuerpo estaba abrigado por retazos de un pantalón de mezclilla que no alcanzaba a cubrirle las pantorrillas. Se acerca decidido y lo mira con desesperación. El hombre extrañado le sonríe, revelando así un arsenal de dientes verdosos y encias rojizas. Toma al hombre del cabello y lo arroja con fuerza al piso, donde comienza a patearlo en las piernas, los genitales, el estómago, el pecho, y por último arremete con la cabeza, le pateaba con tal fuerza que logró romperla y convertirla entonces en una cascada de agua roja y densa. El hombre aprovechaba la respuesta de sus reflejos para cubrirse con lentitud las áreas que habían sido ya golpeadas, solo lloraba y pedía perdón.
-Muérete, maldita escoria! Muérete!. - Continuaba golpeándolo. Sus ojos se habían vuelto calderas de odio, que estallaban en lágrimas ardientes, mismas que se confundían con la saliva que caía de su boca. Era como un perro rabioso. El vago quedó tirado a mitad del andén. Se limpia el traje, sacude el polvo, seca las lágrimas, saca de su bolsillo una pañoleta blanca y limpia la sangre de sus zapatos, que ha adquirido un color café por haberse mezclado con el lodo. Se aleja entonces, tranquilo ya.